Capítulo XX (tercera parte)


Afuera, en la nave central del bar, me encontré con un panorama desquiciante. Hansel y Gretel estaban de pie en las escaleras que llevaban a la primera planta: mudos, boquiabiertos y con el pijama puesto (una imagen inquietante, he de decir), mientras que Pushkin sufría otro de sus ataques tras la barra. Me lancé sobre los mellizos y los llevé de vuelta a la cama.
–¡Sólo queríamos saber cómo estaba nuestra madre! –gimoteó Gretel, muy asustada después de comprobar que la reacción del Tabernero al verles había empeorado con respecto a la última vez.
–Está bien, querida. Me ha dado recuerdos para vosotros.
–¿Cuándo volverá? ¡No quiero vivir aquí ni un día más! –dijo Hansel con enfado.
–Lo siento, pero aún debe quedarse en la Clínica unos meses. Buscaré un lugar en el que podáis estar cómodos, ¡os lo prometo! Pero ahora no deis la lata…
–¡No puedes obligarnos a dormir en la habitación de Esmeralda! Una ardilla me mordió el dedo gordo del pie ayer por la madrugada, y la marmota se comió los deberes de Gretel.
–Es verdad –dijo la niñita haciendo pucheros–; los de matemáticas.
Dejé a los mellizos bien arropados en la habitación de Rubí y bajé de nuevo las escaleras, sin dar pie a que siguieran engrosando su larga lista de quejas. Encontré a la Cenicero haciéndole una maniobra reanimación cardiopulmonar a su jefe, a pesar de que el hombre se defendía como podía dándole empujones y tirándola del pelo. Los clientes desalojaron la barra e hicieron un corrillo entre los contrincantes para dejarles más espacio.
–¡Ceni, déjalo tranquilo!
–¿Acaso no ves que no puede respirar? ¿Te has llevado a los niños?
–Sí, están arriba –Me arrodillé junto a Pushkin y le tomé de la mano para intentar que escuchase mis palabras–. ¿Lo has oído, jefe? Los mellizos ya no pueden hacerte nada…
–¿Hay algún Médico aquí? –preguntó a voces la Cenicero, cada vez más nerviosa. Deseé que el Doctor Unicornio hubiera decidido visitar a sus amigas Hadas después de que yo le hablara de ellas en la consulta, pero era poco probable que alguien tan serio y equino como él gastara su escaso tiempo de ocio en un lugar como éste, en vez de ir al Hipódromo.
–No soy Médico, pero quizás pueda ayudar –dijo al fin una voz familiar que intentaba abrirse paso entre la clientela del bar. Geppetto se arrodilló junto a mí, cogió la otra mano del Tabernero catatónico y le habló con voz sosegada.
–Álex, viejo amigo, soy yo…
Pushkin le miró fijamente y poco a poco cesaron sus convulsiones. ¡El Titiritero había respondido a la petición de mi carta en el momento preciso!
–¿Estoy muerto? –preguntó el convaleciente con apenas un hilo de voz.
–¡Claro que no! Y yo tampoco, aunque entiendo que creas estar viendo un fantasma. Ha pasado tanto tiempo…
Entre Geppetto, la Ceni y yo conseguimos ponerle en pie, mientras la gente aplaudía la entretenidísima proeza. Si los ataques de pánico proseguían y se intensificaban, el público pronto reclamaría a Pushkin como telonero del espectáculo de las Hadas.
–¿Mejor? –le preguntó Geppetto, que le servía de apoyo con el hombro derecho.
–Sí, pero necesito sentarme. Llévame a mi despacho.
–Excelente idea, ¡tenemos tantas cosas de qué hablar!
–Gracias, amigo. Me alegra volver a verte…
–Y a mí, ¡no recordaba cuánto te echaba de menos hasta que Azul escribió para decirme que te conocía!
Pushkin me miró de reojo, con la mirada entrecerrada y gesto agotado, pero sonriente. Era su forma de darme las gracias sin tener que ponerlo en palabras.
–Mis empleados no son nada discretos –masculló finalmente.
–¡Eso te pasa por contratar Hadas!
Los dos osos se rieron y entraron en el despacho. La Cenicero y yo cogimos aire, resoplamos y volvimos a nuestras labores habituales. No podía quejarme, pues aquel ajetreo de servir las copas, atender los pedidos de cada mesa y pasar la fregona sobre más de una bebida derramada era, sin duda, el momento más relajado que había tenido en todo el día (¡y eso que aún no había dado todo de sí!).
Recuerdo que allí, detrás de la barra, supe que mi entrenamiento de Hada estaba llegando a su fin, pues había conseguido servirle a cada “cliente” lo que había demandado: Bella comenzaba a recuperarse de su adicción y en unos pocos meses volvería a estar con sus hijos; Geppetto había recobrado la alegría, y ahora sería un aliado para sacar a Pushkin del profundo agujero al que le habían condenado sus miedos. Y la Cenicero…
–Por cierto, Azulão: con tanto jaleo de vestidos, mellizos y ataques de pánico, no he tenido tiempo de presentarte a mi chico. Ese de allí es Sapito –dijo mi amiga, señalando a un chico joven y rematadamente guapo al fondo del bar–. ¿A que es una monada?
–¡Pues sí, es muy atractivo! ¡Enhorabuena! Pero no me lo presentes aún; espera a que se marchen todos tras el espectáculo y yo tenga un minuto para arreglarme un poco.
–¿Piensas ponerte guapa para él? ¿Acaso pretendes quitármelo?
–¡Claro que no! Es sólo que ante un chico así no se puede estar hecha un espantajo.
La Cenicero rió y se llevó otra bandeja cargada de cervezas. Estaba feliz, y ya había olvidado el enfado por el vestido. Su Sapito la animaba y sacaba lo mejor de ella; parecía ser un buen chico, aunque con los Acuario una nunca puede estar segura. En cualquier caso, la Ceni contaría siempre con mi amistad incondicional, y con un hombro en el cual llorar si las cosas no acababan en boda, tal y como ella esperaba.
Quizás aún no fuese un Hada, pero mi entrenamiento para serlo –cuyo pensum había apuntado en una servilleta con un pintalabios, sin saberlo– me enseñó que cumplir los deseos de la gente no requería poderes mágicos; tan sólo era necesario escuchar al propio necesitado mientras dictaba la receta, y mezclar luego los ingredientes correctos con orden y destreza. Se parecía a la manera en que mi Madre preparaba sus deliciosas tartas, y es que quizás ella también tenía espíritu de Hada, pues era capaz de consolar y hacer feliz a la gente con su arte. Espero que algún día me haga caso y se decida a abrir una pastelería: estoy segura de que tendrá muchísimo éxito, y entonces podrá dedicarse un poco a sí misma en lugar de desvivirse sólo por su casa y por mi Padre, que es tanto o más desagradecido que cualquier otro mueble de la Mansión de la Campiña.
Si hubiese podido conformarme con las alegrías de la repostería… Si hubiera sido más paciente, y la pulsión dentro de mí menos intensa, jamás me habría apartado de mi Madre. Tal ensoñación –que nunca fue lo suficientemente fuerte como para hacer que me arrepintiera de mis decisiones– es lo más parecido a echarla en falta que puedo permitirme, y siempre me obligo a despertar de ella. De lo contrario, sufriría a cada instante.
El espectáculo de las Hadas estaba a punto de comenzar, así que los clientes se sentaron y procuraron relajarse, dándome la oportunidad de escabullirme para comprobar qué tal iba la conversación entre Pushkin y Geppetto. Abrí lentamente la puerta del despacho y alcancé a escuchar parte de lo que hablaban antes de que se percataran de mi presencia.
–No me atrevía a venir después de tantos años sin saber nada de ti, pero la carta de Azul era apremiante y me persuadió de que necesitabas ayuda. Dudo que pueda hacer nada, excepto demostrarte con mi ejemplo que realmente es posible salir adelante.
–Sí, es evidente que lo has conseguido. Te va bien en la vida y pareces contento.
–Bueno, sería más feliz si pudiera ser padre, así que me estoy informando de nuevo sobre los trámites de adopción.
Pushkin se removió en su asiento cuando escuchó la palabra “adopción”, pero inmediatamente se relajó, tras ver que su viejo amigo era capaz de pronunciarla con una sonrisa pese a haber sufrido la misma experiencia. La charla prosiguió igual de amena.
–¿Qué sabes…? –El Tabernero tragó saliva antes de decirlo–. ¿Qué sabes de la niña?
–Nada, ni de ella ni de Klaus; es como si se hubiera ido a vivir al Polo Norte. La última noticia que tuve fue que Grimm aceptó a Ricitos de nuevo, y que él prometió seguir cuidando de ella desde la distancia, haciéndole regalos anónimos por Navidad. Sin embargo, ya habrás escuchado rumores de que no sólo ella recibe obsequios en esa fecha… Te cuento: todos los años me llega un pedido por fax para fabricarle un juguete a cada huérfano de la Capital. No sé quién pueda ser el filántropo detrás de semejante iniciativa (pues en la misiva no viene el remitente), aunque sospecho de nuestro amigo, así que trabajo a precio coste.
–Ese Klaus es una santa.
“¡Monitor estúpido!” –exclamó Rosa después de leer aquello. “Piensa que haciendo eso se sentirá mejor tras adoptarme y devolverme luego, como si yo fuera un juguete roto. ¡Habérselo pensado primero, antes de pretender que viviese en una osera!”.
Sin embargo, la chica no pudo evitar dejar la lectura durante un instante: buscó un calendario y comprobó que aún faltaban más de cien días para que recibiera su acostumbrado regalo anónimo por Navidad.
–No estoy al tanto de nada desde el día en que decidí quedarme aquí y no salir más. En cualquier caso, no contéis conmigo para darle una alegría a ningún huérfano, ni este año ni el siguiente. Azul, ¿qué haces allí escondida? –gruñó Pushkin, causándome un sobresalto–. ¡Esta es una conversación privada!
–¡Lo siento, jefe! Sólo quería ver si te encontrabas mejor.
–¡Lo estaré el día en que esos niños se larguen de mi casa!
–¿Se refiere a los mellizos que cuidabas, y con los que ibas al parque a ver mi espectáculo? –me preguntó Geppetto con un brillo esperanzado en la mirada.
–Sí… Su madre está en el hospital, así que mi amiga (la Camarera que viste, y que también es Cuidadora) se ha mudado aquí con los niños para que podamos hacernos cargo de ellos sin descuidar el trabajo.
–Muy bien, pues luego me presentarás a tu amiga: si está de acuerdo, podrá mudarse con los pequeños a mi casa y yo cuidaré de ellos todas las tardes. Les puedo recoger en el Colegio, llevármelos al Gran Parque durante mi show diario y luego ayudarles a hacer los deberes. Me servirá de práctica para cuando sea padre; ellos estarán encantados de vivir en una juguetería, y mi querido Pushkin podrá descansar. Parece un plan excelente.
–¿Lo dices en serio?
–¡Por supuesto!
El Tabernero sonrió de oreja a oreja y me hizo señas para que fuese corriendo a por la Cenicero. ¡Aquella era una oferta que no podíamos dejar escapar!
–¡Ahora mismo voy a buscar a mi amiga!
–Espera un segundo, Azul, antes quería darte una cosa –dejó caer el Titiritero. Tenía un maletín junto a la silla; se lo puso sobre las piernas y lo abrió con parsimonia.
–¿Qué es?
–Un regalo. Para la persona que inspiró un final feliz a mi historia.
–Geppetto, no tienes que darme nada…
–Insisto, es lo menos que podía hacer. ¡Cógelo, estoy impaciente por saber si te gusta!
Dentro del maletín había un extraño cachivache: parecía una pequeña mochila azul con forma de corazón, un discreto arnés de encaje y un botón diamantino en el broche. Era liviano y bonito (aunque dentro se intuía un armazón de madera), a tal punto que lo hubiera llevado puesto incluso sin saber para qué servía.
Lo descubrí cuando presioné el botón, y el corazón se desplegó súbitamente en dos alas de mariposa traslúcidas, azules y hermosas. El artilugio chirriaba y dejaba escapar suaves silbidos mientras se abría, pero el resultado era maravilloso; parecían reales, e incluso imitaban el aleteo gracias a un motor que funcionaba con un par de baterías doble A.
¡Así, de pronto, ya tenía alas!

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
Quiero ese sol que camina sobre la cabeza de Azul =(
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Me ha encantado tu comentario! Y yo también, lo quiero, definitivamente...
Anónimo ha dicho que…
hola Campanella... te comento esto porque como anonimo mi comentario no se publicará antes de que lo leas :P

en esta linea:
"bajé de nuevo las escaleras, sin da pie a que siguieran engrosando su larga lista de quejas."

le faltó la "r" a la palabra "dar"

Saludos ... continuaré leyendo, estoy muy entusiasmada
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Muchas gracias! Ya queda corregido.