Capítulo XXI (primera parte)


Rosa llegó a la calle del Mercado Central faltando unos minutos para la medianoche; aquel era el final de un largo trayecto hecho a pie y, al menos en parte, a la carrera. La chica se detuvo junto a la estación de metro más cercana y se reclinó en la barandilla de la escalera que conducía al subterráneo; primero apoyó los codos y luego, sobre los brazos cruzados, la cabeza. Cerró los ojos e intentó moderar su respiración agitada. Tenía el pulso descontrolado. Estaba histérica.
“¡Qué bien me habría venido una moneda de cobre para comprar un billete, aunque fuera sólo de ida! El correr me ha crispado el pelo y los nervios. Pero debo calmarme, respirar hondo y demás”. Luego miró escaleras abajo, donde se arremolinaban los pasajeros a ambos lados de los torniquetes, y se preguntó si Klaus y ella habrían pasado por allí la primera vez que él la llevó a su casa. ¿Bajaron en aquella estación? ¿Subieron esas mismas escaleras?
Así de sencillo era el nuevo plan que tenía Rosa para encontrar a Azul. Si ella era Ricitos, significaba que ya había estado de pequeña en la Travesía del Arcoíris y en El Caldero de Oro, cuando éste era aún la casa de los tres osos. No precisaba la invitación de nadie para encontrar la calle; ¡tan sólo tenía que recordar cómo llegar! Claro que hacerlo significaba desempolvar algo que estaba petrificado bajo una gruesa capa de cenizas en su memoria: una tarea difícil y peligrosa, sin duda, pero no imposible. A fin de cuentas, Sinclair había logrado que recordara vívidamente a Klaus cuando cruzaba el rosal con ella a cuestas, y la pesadilla del incendio estaba igualmente fresca en su memoria, pues le asaltaba todas las noches como una imagen intensísima.
Rosa apretó aún más los ojos, contuvo el aliento y encadenó los fragmentos de recuerdos. Después de mucho esfuerzo, y a pesar de los tropiezos de los pasajeros que entraban y salían del metro, consiguió exhumar una visión de Klaus recogiéndola en su habitación por la mañana, y descubriéndola con el pijama aún puesto. Le vio vistiéndola con el uniforme y obligándola a andar hasta salir de la Residencia de Estudiantes. Pero un empujón la trajo de vuelta a la ruidosa calle del Mercado Central.
La chica no desistió y regresó junto al Monitor, forzando su concentración y apartándose tanto como pudo de los peatones. Revivió el mismo recuerdo desde el principio y esta vez llegó un poco más lejos: hasta Klaus y ella desayunando juntos y en silencio en el comedor de la Academia. Luego recordó cómo cruzaban sigilosamente el rosal que los separaba de la Escuela Primaria. Le vio arañarse con las espinas y sangrar.
Ahora que se forzaba a pensar en aquello, también fue capaz de reconstruir el día en que recogieron las cosas de su habitación y él le anunció que sería su padre adoptivo. “¡Este es el recuerdo que necesito; tengo que tirar del hilo y no dejarlo escapar!”. Klaus le dijo que tenían que darse prisa porque en su casa les estaba esperando el resto de la familia. Ricitos había imaginado a una madre y un hermanito preparándolo todo para recibirla y sonrió durante todo el recorrido. Le enseñó una hilera perfecta de dientes de leche a cada persona con la que se cruzó, y éstas le devolvieron el gesto.
Rosa frunció el ceño con amargura, previendo el triste desenlace de su alegría infantil, pero siguió adelante sin dejarse amedrentar. Pronto rememoró que Klaus y ella habían hecho su mudanza en trineo, con sus escasas pertenencias metidas en bolsas en la parte de atrás. Claro que esto era imposible, teniendo en cuenta que entre Grimm y el Casco Antiguo hay vías asfaltadas, puentes y un río, en lugar de una colina nevada…, pero la imagen no mentía. Seguramente Geppetto habría improvisado un sidecar para la bicicleta de Klaus, y ella había ido todo el camino ahí sentada, pensando que viajaba en una suerte de trineo. Era sábado, según recordó, y la primavera estaba a punto de acabar. Hacía calor, pero aún era de mañana cuando llegaron a su destino. Olió de nuevo el Río y sintió la brisa acariciándole el rostro. No podía sentirse más contenta.
Rosa abrió los ojos y fue hacia el único aparcamiento de bicicletas que había en la calle del Mercado Central. Miró a su alrededor en busca de más pistas, pero aquel hilo de recuerdos que tan productivo había sido acababa allí mismo, y le seguía faltando lo fundamental: recordar dónde estaba la entrada a la Travesía del Arcoíris. No tenía sentido esforzarse en recordar el primer encuentro con Pushkin y Geppetto, siendo ese el momento que tendría enterrado en lo más profundo de su memoria (por ser también el más desagradable). El primer intento de la noche falló, y no había ni ganas ni tiempo de muchos más, así que la chica se decidió a probar un método más peligroso para su salud mental: hacer memoria no sobre el camino de entrada, sino sobre el de salida.
Rosa se apoyó junto a una sólida pared de piedra –quizás un trozo de la antigua muralla de la ciudad– y volvió a cerrar los ojos. Buscó el tacto de la piedra con la yema de los dedos y procuró asirse fuertemente para no caer al suelo en caso de marearse, pues ahora debía concentrarse en la única otra imagen vívida que tenía..., y que tanto miedo le producía: la del fuego de sus pesadillas.
Se descubrió capaz de evocar las llamas devorando la casa; primero las cortinas, muebles y enseres, y luego las vigas y el techo. Pudo ver las largas lenguas de fuego lamiendo las paredes, pero el calor asfixiante la obligó a apartar la mirada de su recuerdo. Le fallaron las fuerzas y la voluntad de someterse a semejante suplicio.
“¡No, no debo acobardarme ahora!”. Rosa volvió al incendio y fue Ricitos de nuevo, tan indefensa, furiosa, asustada y sofocada por la altísima temperatura de aquel infierno. Respiró otra vez el humo, tosió, le lloraron los ojos y sintió un sabor acre en la garganta. Se tapó la nariz con el camisón del pijama y buscó desesperadamente aire fresco, perdida en el laberinto de fuego hasta que Pushkin la cogió de la mano y la llevó fuera a través de la puerta trasera de la cocina; ahí la dejó con Geppetto antes de regresar otra vez a la casa. El Titiritero se sacó un pañuelo limpio y blanco de entre su ropa cubierta de hollín, y le limpió las lágrimas de los ojos y los mocos, negros como trozos de carbón. Klaus la cargó entonces en sus enormes brazos y la apretó contra su pecho y su barba. Caminó con ella lentamente toda la Travesía del Arcoíris, mientras Ricitos veía a sus espaldas al Cuerpo de Bomberos descargando un enorme caldero de agua sobre el edificio, gracias a un sistema de poleas que sucumbió también a las llamas y dejó caer la olla en medio del tejado. Cientos de personas corrían de un lado a otro intentando salvar sus pertenencias, preocupadas de que la conflagración pudiera extenderse y tragarse también sus hogares.
La zarpa de Klaus le acariciaba los rizos dorados y la consolaba, a medida que la curvatura de la calle dejaba atrás la colosal hoguera y se conformaba con ser la sucesión de edificios de siempre, sólo que coloreados por un albor anaranjado y demoníaco. La pequeña Ricitos sintió entonces un soplo de aire fresco y se giró para ver el exterior: la luz al final del túnel, ¡la salida a la calle del Mercado Central!, donde la multitud parecía ajena a lo que estaba ocurriendo, y caían copos de nieve blanca y limpia en lugar de cenizas. Los Vendedores de castañas asadas anunciaban su producto a voces, y en el puesto de lotería, la fila para comprar un número del sorteo de Navidad parecía infinita.
Rosa abrió otra vez los ojos, sintió cómo se aliviaba al instante el dolor que le producía invocar el calor y la asfixia, y buscó sin demora el puesto de lotería; lo encontró justo al otro lado de la calle, aunque su aspecto a día de hoy, cuando aún faltaban semanas para la Navidad, era muy distinto; apenas tenía clientes, y a los Vendedores de productos de temporada les seguía interesando más Halloween.
Si el puesto de lotería estaba al otro lado de la calle, entonces la entrada a la Travesía debía estar justo allí, donde ahora no había más que un antiquísimo muro de piedra. Rosa se alejó unos metros para verlo mejor, tropezando con algunas bicicletas aparcadas, y entonces se percató por primera vez del curioso efecto óptico que producía la textura de las rocas. Lo que parecía ser una pared recta y con apenas relieve, tenía en realidad una inclinación pronunciada, creando una suerte de callejón invisible y en apariencia impenetrable, a menos que uno caminara hacia éste sin miedo a estamparse.
Así se atrevió a hacerlo Rosa, aunque no pudo evitar andar con las manos extendidas hacia adelante, por si acaso el espejismo resultaba ser una pared real (es decir, la ilusión óptica de una ilusión óptica) y ella acababa con la nariz rota por no haber sido previsora. Su corazón parecía un potro mecánico, mientras se adentraba en aquel callejón de piedra con la cara apartada a un lado, como el joven Pushkin cuando tuvo que volver a su hogar en llamas para asistir al nacimiento de sus pesadillas.
Comenzaba a sentir que descendía por una pendiente casi imperceptible que se adentraba a las profundidades de la Tierra. “¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo? ¿Será mejor que vuelva atrás…? ¡No, jamás!, seguiré adelante así caiga en un pozo de lava, pero juro por el Supremo Autor que venceré el miedo y llegaré hasta el final”.
La chica abrió primero un ojo y luego otro para ubicarse de nuevo y descubrir a dónde había llegado, ahora que el ruido de la calle del Mercado Central parecía lejano, y que el muro de piedra había demostrado ser mucho menos sólido y real de lo que aparentaba. Bajó los brazos, dejándolos caer a los lados, y alzó la mirada. Oculto parcialmente por la ropa tendida de un lado al otro de la calle, vio un pequeño cartel que la sacó de dudas, pues en él se leía claramente.

“Bienvenidos a la 
Travesía del Arcoíris

–¡Lo he conseguido!

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