Intermedio


Cuando desperté, lo hice con las vetas de la madera marcadas en la frente…, sin saber cuánto tiempo había estado durmiendo allí, apoyada entre la columna y el tablón de la mesa. Todos los clientes habían abandonado ya el local, y el espectáculo de las Hadas hacía horas que había acabado.
Me restregué los ojos para aclararme la vista y vi a Pushkin tras la barra, fregando las jarras de cerveza. La Camarera estaba subiendo perezosamente las sillas sobre las mesas, con la intención de barrer luego el suelo con idéntica flojera. Los ruidos del cristal y de la madera resonaban como campanadas en mi cabeza aturdida, pero aún así pude escuchar con prístina claridad las palabras que se dijeron a mis espaldas:
–Mira su pelo, es como el océano. Me encanta.
–No hablarás en serio, ¿verdad?
–¡Para nada!
Las risas que siguieron me ayudaron a espabilar, y pronto descubrí en una mesa cercana a Rubí y a Esmeralda, bebiendo una copa y relajándose después de una actuación agotadora. Creí estar soñando, de manera que me atreví a acercarme a ellas empleando la somnolencia como sustituto de la valentía. Ahora recuerdo aquel momento y me parece increíble no haber sentido el corazón a punto de estallar de la emoción; ¡estaba a punto de hablar con dos Hadas por primera vez en mi vida!
–Por los tacones de Campanilla, aquí viene –soltó Rubí, mientras aguantaba la calada que acababa de darle a su largo cigarrillo.
–¡Sois fabulosas! ¡Me habéis arrobado! –dije, rememorando el éxtasis.
–¿Eso último fue un insulto o un halago? Has estado durmiendo durante todo el show… ¡Querrás decir que te hemos arrullado! –replicó Esmeralda con voz afectada y dulce, pero no exenta de malicia. Luego le habló a Rubí en voz baja, como si no supiera disimular una confidencia–. Si así son nuestros fans, no quiero ni pensar lo que dirá de nosotras la crítica.
Rubí expulsó el humo a través de una media sonrisa (dedicando poco interés al chiste de su compañera) y luego me miró duramente, como si quisiera exprimirme entre sus poderosos párpados. Su porte orgulloso y dominante recordaba en todo al de los leo.
–Gracias, chico, pero tus halagos no van a colar. Recuerdo haberte visto ayer por la mañana, durante los disturbios del Mercado Central; además, Pushkin nos contó que nos seguiste hasta aquí y eso te confirma como sospechoso. ¿Por qué has venido? Y no me vengas con que eres un admirador, porque conocemos personalmente a los cuatro o cinco que tenemos –“Cuatro”, confirmó Esmeralda por lo bajini–. ¡Dinos la verdad! –y dicho esto, el Hada roja arrastró las uñas sobre el tablón de la mesa, dejando cinco muescas a su paso.
–Sí, pues…, es que tengo un problema, y me gustaría hablarlo con vosotras.
–¡Venga, suéltalo todo! Ya conoces nuestro lema: “Rubí y Esmeralda: Psicólogas de los pies a la cabeza” –fue la respuesta del Hada, que seguía afilando sus garras.
–De acuerdo, digamos que no es un problema sino un deseo. Y tengo entendido que las Hadas los hacéis realidad, ¿no es así?
Rubí se reclinó contra el respaldo de su asiento, mientras que el Hada verde, repentinamente vanidosa, alzaba el mentón y hablaba solemnemente:
–Muy bien, dinos qué canción quieres y te la dedicaremos en el espectáculo de la semana que viene. “Ésta es para el chico de pelo azul, nuestro mayor fan” diré, y así sabrás que es para ti–. La ingenuidad de los sagitario brillaba en cada frase de la idealista y alegre Esmeralda.
–¡Me encantaría escucharos cantar American Pie, mi canción favorita! Pero veréis, mi sueño es un tanto más elevado. Lo diré sin ceremonia: quiero ser un Hada, como vosotras.
La Camarera y Pushkin, que parecían concentrados en sus respectivas tareas, se quedaron paralizados después de escucharme hablar. No hubo un solo ruido en El Caldero de Oro –¡ni un solo movimiento!– hasta que, transcurridos unos segundos, Rubí exhaló el humo de su cigarrillo y restableció la continuidad del espacio-tiempo.
–Necesitarás muchísimo dinero. Consíguelo, y quizás podamos echarte una mano –Esmeralda no agregó nada, pero asintió después de descubrir algo en la mirada de su compañera que yo no fui capaz de captar.
Mientras recuperaba el ritmo de mi respiración y me acostumbraba a la idea, una de las palabras pronunciadas por Rubí hizo saltar un resorte en la Camarera, que de inmediato dejó caer la escoba y fue a encarar a su Jefe.
–Por cierto, hablando de dinero: creo que ha llegado la hora de charlar sobre mi aumento de sueldo. ¡Últimamente no doy abasto! Es imposible servir tantas copas y limpiarlo todo a la vez.
–Sí, debe de serlo, porque el bar está hecho una porquería –replicó Pushkin, haciéndole gestos a la Camarera para que se girara y viese las montañas de basura y suciedad que se acumulaban en cada rincón del local.
Las Hadas apuraron el último sorbo de sus copas y se levantaron de la mesa, rumbo a las habitaciones que estaban en la primera planta. Pretendían aprovechar la distracción del sainete entre el Tabernero y la Camarera para escapar a mi batería de preguntas, ¡pero no yo podía permitir que se fueran así, sin más! De modo que me interpuse en su camino e insistí:
–Por favor, decidme sólo una cosa más: ¿sabéis dónde puedo encontrar trabajo?
–Azulito, abre bien los ojos. Me parece que estás a punto de cruzarte con una buena oportunidad –dijo Esmeralda antes de tropezar con una silla, algo que le restó credibilidad a su respuesta arcana de pitonisa.
Como queriendo mostrarme la encrucijada del destino de la que hablaba su compañera, Rubí me apartó a un lado, subió unos cuantos peldaños y luego se dirigió a la Camarera, que seguía discutiendo con Pushkin frente a la barra. Pese a su gran tamaño, el Tabernero parecía por segundos más y más asustado ante la vehemencia de su rabiosa empleada.
–¡Eh tú, qué escandalosa eres! Si te quejaras menos y trabajaras más, quizás este bar sería un sitio digno de nuestro espectáculo –le gritó el Hada roja a la muchacha.
–¿Y a ti quién te ha pedido opinión? –chilló la Camarera con el puño en alto.
–¡Pues tu Jefe, sin ir más lejos! –Pushkin se escondió tras el mueble bar cuando oyó a Rubí decir aquello–. “¿Qué piensas de la nueva Camarera?”, me preguntó hace años; “¡En verdad parece un cenicero!”, le dije. “Muy cierto: es bajita, rechoncha, y mantiene las colillas a raya”.
El Hada escarlata rió a carcajadas y Pushkin huyó a su despacho, mientras que la Cenicero cogía de nuevo su escoba e iba tras él, maldiciendo y dando pisotones. Esmeralda me guiñó un ojo cubierto de frondosas pestañas.
–Es la ocasión perfecta para que le ofrezcas tus servicios al Jefe. Pareces aseado.
–¡Muchísimas gracias! Sólo una cosa más, sin ánimo de abusar: ¿puedo tocaros las alas?
Las dos Hadas subieron las escaleras y desaparecieron en sus respectivas habitaciones, algo asustadas. Yo respiré profundamente antes de entrar en el despacho del Tabernero, intentando mantener la compostura a pesar de los terribles insultos que se escuchaban al otro lado de la puerta. No era el momento de acobardarse, pensé, sino de sacar a relucir la testarudez que me caracterizaba. Entreabrí el pesado panel de madera, cuyas bisagras crujieron y rechinaron como si quisieran delatarme, y me asomé disimuladamente.
–¿Cómo me pides que baje el tono? ¡Además de que me tienes explotada, hablas mal de mí a mis espaldas! –gritaba la Cenicero, que al hacerlo parecía hincharse como un pez globo y superar en volumen y ferocidad a su Jefe.
–¡Estás paranoica! No he dicho nada de ti. ¿Cómo es que le crees a Rubí y no a mí? Además, tú misma te presentaste como la Cenicero, ¿o lo has olvidado ya? Y por si fuera poco, me acusas injustamente de explotarte… ¡Pero si te contraté a pesar de que eres una Ilegal, con el peligro que eso conlleva para cualquier Empresario!
–¡Vaya! ¡Así que es eso te da carta blanca a pagarme una miseria por servir copas toda la noche, y por limpiar luego esta pocilga hasta bien entrada la mañana!
Escuché todo aquello en silencio, desde el marco de la puerta. Pensé (con ciertos reparos de los que no tardé en arrepentirme) que nunca antes había estado tan cerca de una Ilegal; es decir, de una persona que rechazó el destino escrito en su Carta Astral para trabajar en cualquier otra profesión más rentable o cercana a sus intereses. Se decía que la Capital estaba plagada de ellos: casi todos eran inmigrantes de la Campiña o de otros países, que llegaban en busca de una mejor calidad de vida y del anonimato que ofrece cualquier gran ciudad. Los medios de comunicación afines al gobierno les tildaban de escoria, y afirmaban que sólo contribuían al deterioro de la sociedad, dedicándose en su mayoría a la mendicidad.
Desde luego, la Cenicero parecía demasiado orgullosa como para hacer tal cosa, así que me obligué a desechar mis prejuicios hacia los Ilegales, ¡y eso que aún no había caído en cuenta de que yo también formaba ahora parte del colectivo! Ya estaba en edad de comenzar a trabajar como Astrólogo (lo estaba desde los siete años, en realidad, si tenemos en cuenta mi formación y no mi edad), y sin embargo me encontraba a punto de solicitar un empleo muy distinto, habiendo perdido todas mis credenciales personales y profesionales, y no teniendo esperanzas ni ganas de recuperarlas.
La Cenicero seguía gritándole a Pushkin con un acento extranjero que no pude identificar tan fácilmente como su signo. Finalmente me decidí a hablar desde mi escondrijo, o la oportunidad pasaría de largo:
–Yo podría echaros una mano. Se me da bien la limpieza.
Pushkin agradeció la interrupción, pero no la Cenicero, que se dio media vuelta para mirarme con todo el odio que fue capaz de destilar en sus grandes ojos oscuros. Apretaba la mandíbula como las tenazas de un artrópodo a punto de despedazar a su presa, y la mugre de su delantal parecía dibujar la imagen de mi muerte inminente y violenta.
–Chico, ¿aún sigues aquí? Ya hablaste con las Hadas y echaste una buena cabezada; ahora vete y déjanos en paz –dijo el Tabernero, aprovechando el despiste de la Cenicero para encender su equipo radiofónico y preparar la emisión de su programa.
–Por favor, escúcheme primero: he notado que el bar está en un estado sanitario lamentable y me gustaría ayudarle a mejorar eso. Usted es de signo Aries, de manera que va ensuciando y desordenándolo todo a su paso, y por si fuera poco tiene a una escorpio como encargada de la limpieza. Mal asunto, ¡y no es que crea en la Astrología!, pero a veces debo darle la razón…
En realidad, a esas alturas de mi vida ya tenía claro que si la ciencia astrológica funcionaba y parecía real, era porque las personas acababan comportándose tal y como leían en sus Cartas Astrales que debían hacerlo. Si una niña aprendía desde la más tierna infancia que la constelación de Leo la había condenado a ser ególatra, se sentiría con el derecho (o la obligación, incluso) de convertirse en una diva petulante… Y lo mismo ocurriría en las otras once variedades de aprendizajes erróneos, una para cada casilla del Zodíaco.
–¡Lo ha vuelto a hacer! –dijo la Cenicero en voz baja.
–¿Cómo has sabido mi signo? –preguntó Pushkin al tiempo que daba un paso atrás.
–¡Supongo que el estado en que se encuentra el bar no puede tener otra explicación!
Esa fue mi primera mentira curricular. No podía decirles que, al parecer, era capaz adivinar el signo de cualquier persona sólo con mirarla, después de haber redactado cientos de Cartas Astrales a los hijos de los clientes de mi Padre. ¡Para mí también era una sorpresa el descubrir que tenía tan peculiar habilidad!, una que no había podido poner en práctica mientras vivía en un pueblo donde ya conocía el nombre, signo y profesión de todos sus habitantes. Si opté por ocultar esa información, fue porque estaba seguro de que mi pasado como Astrólogo no sería mi mejor tarjeta de presentación ante una Ilegal agresiva y un Empresario descontento con su profesión.
–¿Cómo te llamas? –dijo Pushkin, dando por válida mi excusa.
–Azul.
Esa fue mi segunda mentira, tanto o más necesaria que la primera si quería que mi Padre no me encontrara. La Camarera y el Tabernero no pudieron evitar desviar la mirada a mi pelo, comprobando nuevamente su correspondencia con mi nombre y mis palabras.
–¿Y qué propones, Azul? –preguntó Pushkin antes de cruzarse de brazos.
–¡Que me contrates! Disculpa, ¿puedo tutearte, verdad? No te vendría mal tener a alguien de signo Virgo en plantilla; ya sabes: orden, limpieza, amabilidad, etcétera. Con dos personas haciendo el trabajo en lugar de una, no habría excusa posible para que los clientes estuvieran mal atendidos, ni para que este sitio no brillase como los chorros del oro.
El Tabernero reflexionó poco su respuesta (como cabría esperar de un ariano) y me fustigó con sus toscas palabras antes de que yo le expusiera más argumentos.
–Gracias, pero no funcionaría. Asumo que eres un indocumentado o un prófugo de la justicia, porque de lo contrario no te interesaría un trabajo así. Ya corro un riesgo bastante grande con una Ilegal en plantilla, o dejando que Rubí y Esmeralda vivan en la planta de arriba y tengan un espectáculo semanal.
“Sin contar la imprenta y la emisora sin licencia que tienes en tu despacho”, pensé. “¿Pero por qué le parece peligroso tener a dos Hadas como huéspedes? ¿Qué problema hay con su espectáculo?”. Entre tanto, Pushkin continuaba con su retahíla de excusas:
–…creo que ya cubro con creces mi aportación a la comunidad. Además, algunos clientes no se sentirían cómodos contigo. No eres el más indicado para atenderles.
–¿A qué te refieres?
–Vamos, no te ofendas, pero mírate... ¿Qué eres, un chico o una chica? ¿Y qué es eso de querer ser un Hada? –interrumpió la Cenicero, procurando que mi solicitud de empleo no le fastidiase un posible aumento de sueldo.
–¡No me refería a eso, sino al color de su pelo! –corrigió Pushkin, algo avergonzado al descubrirse aún con un resquicio de intolerancia que, en boca de su empleada, le pareció aún más grosero y fuera de lugar. Yo sabía que el Tabernero mentía, y él también, así que ambos nos pusimos colorados.
No supe qué más decir. Era la primera vez que hacía una entrevista de trabajo, pero llevaba tiempo topándome cara a cara con la discriminación y el rechazo. Al final, acabé acostumbrándome a la risa de los Ayudantes de mi Padre y a las amonestaciones morales de mis familiares, pero ni a Pushkin ni a la Cenicero les debía el respeto y la paciencia que me hizo aguantar durante veintiún años, hasta que finalmente me fui de casa.
Agaché la cabeza, metí las manos en los bolsillos y me dispuse a aceptar mi derrota cuando tuve una idea redonda y arrugada. Saqué la bolita de papel, la planché con las manos, y leí en voz alta:

“Próximo día Primero del Otoño
HUELGA GENERAL
Tres razones para ponerle fin a la Monarquía:
I.– Wenceslao III se come tus impuestos y tu trabajo.
II.– Wenceslao III es un líder supersticioso, presa fácil de sus miedos.
III.– Wenceslao III persigue a los que se atreven a ser diferentes.
¡Queremos la horca para Wenceslao III!”.

Volví a arrugar el panfleto y lo tiré al suelo (donde, a fin de cuentas, ya había bastante basura), a la vez que miraba al Tabernero a los ojos.
–Veo que ni tú mismo crees en tus palabras.
Dicho esto, me di media vuelta. Sentí cómo la Cenicero ardía de rabia al descubrir mi estrategia y cómo Pushkin se encorvaba de vergüenza, imitando el ruido de un globo que se desinfla. Y antes de que yo hubiese cruzado la puerta de su despacho, habló:
–De acuerdo, te daré una oportunidad…
–¿Cómo? ¿Qué pasará entonces con mi aumento? ¡Y tú! –La Cenicero me señaló con el dedo como si estuviera a punto de aguijonearme con él–. ¡Mejor será que salgas de aquí ahora mismo, o te convertiré en Hada de una patada!
Cerré la puerta detrás de mí y les dejé discutir durante otra media hora. Mientras tanto, me dediqué a barrer, fregar vasos y subir las sillas sobre las mesas, con una sonrisa tan grande que no tenía suficiente espacio en mi rostro para ella.
Al rato Pushkin me llamó a su despacho y me dijo que ni el color de pelo, ni mis maneras, ni la naturaleza de mi sueño eran el motivo por el que había estado reticente a darme el empleo; sí lo era, en cambio, el hecho de que yo hubiera descubierto su signo con tanta facilidad. “Has tenido la suerte de dar con el barrio, el bar y el Empresario más tolerantes de la Capital (algo de lo que me arrepiento con frecuencia), pero hay una cosa que no puedo permitir, y es que la Astrología condicione aún más la vida de los que vivimos o trabajamos aquí. Ya es suficiente con que yo acate mi Carta Astral y dirija este establecimiento para que los demás tengáis otras oportunidades gracias a eso; no consentiré que nadie venga a decirme lo que tengo que hacer, o cómo se supone que debo comportarme por ser ariano. En cualquier caso, no tienes pinta de Guardia Real, de noble ni de Astrólogo, pero tampoco de Camarero…, así que supongo que comprenderás lo que te estoy diciendo. No sé cómo has llegado hasta aquí, ni por qué has venido, ni si Azul es tu verdadero nombre; tampoco espero que algún día me lo cuentes, pero sí te exijo una cosa: no hagas nada que pueda comprometer la seguridad de este refugio, ¿entendido?”.
Tranquilicé al Jefe lo mejor que pude, pero al salir de su despacho estaba hecha un manojo de nervios, después de contagiarme con sus miedos y de tener que ocultar mis propios agobios. Supuse que ya debía de faltar poco para el amanecer, aunque era imposible saberlo a ciencia cierta estando dentro de aquel local de ventanas tapiadas, y al final de una calle que parecía dar vueltas en torno del centro de la Tierra, envuelta en la penumbra perpetua.
En cualquier caso, me esforcé por sonreír e imaginar que aquel sería un día precioso.

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
¿Por qué lo diferente siempre es atacado?
Sé que es algo natural por parte de cierta gente, pero aunque fuese una anciana de 90 años seguiría pensando igual.

Espero que Azul tenga una buena vida en el libro, lo vale luego de sus 21 años siendo objeto de discriminaciones.

Me voy ya, falta muy poco para que se levanten acá.

Estoy alegre de haber mirado más abajo al agregarte en la cuenta google, mis instintos estuvieron bien encaminados.
Saludos ^^
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Que tengas un muy buen día! Nos vemos pronto por aquí...