Capítulo XIX (primera parte)


Estimados oyentes: debido a la huelga convocada por los trabajadores de Radio Capital FM, nuestra programación habitual ha sido sustituida temporalmente por el “Top 100” de las mejores canciones de la década. Les dejamos ahora con el puesto número cien, que ocupa…
La pequeña radio portátil de Cindy amenizaba vagamente la espera hasta la hora de la salida. Ningún Profesor de los que debían dar clases después del Laboratorio de Biología había asistido, así que ahora les tocaba aguantar pacientemente en el aula hasta que las campanadas de la Torre de Propp les liberasen del yugo escolar.
Antes de sentarse frente a la pantalla apagada de su ordenador en clase de Informática, Rosa intentó en vano sintonizar la emisora de El Caldero de Oro. También se acercó a Sinclair para discutir con él algunas ideas sobre cómo atrapar a Azul, pero lo encontró arisco y distante, así que le dejó estar a su aire.
El Príncipe no paró de hablar a través del teléfono móvil, y los demás compañeros de Rosa llevaban tantos días distanciados de ella que, pese a sus recientes esfuerzos por acercarse, aún le resultaba difícil y extraño mantener una conversación normal con ellos. Se refugió, pues, en las memorias de Azul, que una vez más se convirtieron en un portal abierto hacia una vida y un Mundo muy distintos del suyo, aunque estrechamente conectados. Es más, hasta allí parecía prolongarse el resumen de la situación actual, como si el Supremo Autor hubiera decidido pasar revista a su pelotón de personajes literarios antes de enviarlos al campo de batalla.
La conversación con la Cenicero me dejó pensativa el resto del día. Saber que era feliz con su Sapito me alegraba profundamente, aunque no por eso iba a dejar de preocuparme: llevaban muy poco tiempo saliendo, y según contaba mi amiga, aventajaba en edad al chico por unos cuantos años. Traerle a la Travesía del Arcoíris parecía algo apresurado y peligroso; sin embargo, después de meditarlo descubrí que mis reticencias no eran a causa de la juventud de él, sino de la forma en que la Ceni acostumbraba a manejarse.
Daba la sensación de que, después de escapar de su tierra y del hogar familiar, mi amiga no se hubiera planteado nunca qué quería ser y hacer en la vida. Le importaba muy poco el seguir fregando suelos o cuidando niños para siempre, al parecer. Es cierto que sus opciones eran bastante limitadas (siendo una Ilegal a la que pocos darían un trabajo bien remunerado), pero aún así era evidente que se dejaba arrastrar por la corriente, en lugar de nadar hasta una orilla segura y llegar allí extenuada.
Mucho tiempo después comprendí que si descubría su profesión ideal –y tenía la suerte de poder dedicarse a ella–, ésta no sería más que otra distracción para su verdadero talento: el de proteger, cuidar y querer a los demás. Me lo demostró el mismo día en que la conocí; a pesar de su tosquedad y de la forma en que se escudaba tras sus muchos enojos, la Ceni era una persona amable y cariñosa. Jamás me habría dejado dormir en la calle pese a ser una extraña. Mi amiga criticaba a Esmeralda por cobijar animales abandonados en su dormitorio, sin darse cuenta de que ella hacía exactamente lo mismo con las personas: ¡Cuántas veces no la había visto consolar a Lobo en la barra del bar! ¡Qué alegría era capaz de transmitirle al Vendedor de perritos calientes a cambio de un sabroso almuerzo! ¡Cuán agradecidos se sentían sus compatriotas, los bailarines de capoeira, por haberles asistido cuando llegaron a la Capital! Siempre tenía el consejo adecuado en la punta de la lengua (aunque rara vez los aplicaba sobre sí misma), y la gente cercana a ella estaba encantada de poder contar con un cariño tan certero. Tan sólo se le había resistido Bella McCartney…, y aún así, estoy segura de que hizo todo cuando estuvo en sus manos para ayudarla.
Su vocación de cuidar y dar cariño la habían llevado ahora a los brazos del misterioso Sapito; quizás intuía tan bien como yo que sólo en el amor reluciría al máximo su potencial. Todo en ella parecía dispuesto y expectante a ser entregado a su novio, a durar para siempre, a acabar en boda. ¡Ah, si cualquier cosa llegaba a salir mal, más le valía a la Ceni encontrar rápidamente una profesión digna en la cual refugiarse, o unos brazos amigos que la consolasen! Lo segundo ya lo tenía en mí; lo primero le llevaría más tiempo conseguirlo.
Un escorpión acorralado por las llamas se clava a sí mismo el aguijón y muere en el acto, evitando sufrimientos innecesarios; sin embargo, en libertad no son siempre más afortunados. A fin de cuentas, es un animal pequeño que se deja arrastrar fácilmente por el viento que sopla más fuerte. Ese pensamiento fue el que terminó por persuadirme de que conocer a Sapito sería lo mejor: tan sólo con verle sabría en qué dirección iba a soplar, si le convenía o no a mi querida amiga y cuán poderosa sería su influencia sobre ella. “¡Ojalá no sea tan joven como para darle otro susto a Pushkin!” –pensé con malicia; convencida de que dentro de poco le veríamos en El Caldero de Oro y saldríamos de dudas.
El Tabernero era otra de mis preocupaciones, ahora nuestra amistad se había consolidado. Puede que la Ceni tuviese razón y una terapia de shock fuese lo mejor para curar su pedofobia, pero de momento seguía encerrado a cal y canto en su despacho.
Conversar con él era una tarea harto difícil. Nunca dijo nada sobre su enfermedad hasta que se vio cara a cara con Hansel y Gretel, y por más que le preguntase, jamás hablaría de su relación con los otros dos osos, ni sobre la fallida adopción de Ricitos que habían protagonizado. Si hacía caso a la historia de Geppetto, la niña habría regresado al orfanato donde fue adoptada por el Oso de barba, y éste habría desaparecido poco después con su par de maletas. De boca del Tabernero sería imposible conocer más datos.
Pero no quise darme por vencida e intenté charlar con Pushkin otra vez. Me decidí por la misma estrategia que me llevó al éxito con Bella, y en un momento de intercambio de confidencias le conté mi historia: cómo me había convertido en el Astrólogo más joven del Reino, cómo intenté convencer a mi Padre de que mi destino era ser Hada, cómo descubrí que la Astrología estaba plagada de mentiras y patrañas, y cómo acabé huyendo de casa para poder realizar mi sueño. “No te preocupes, Azul: tu secreto estará bien guardado conmigo” dijo el Tabernero, mas no me retribuyó contándome nada sobre sí mismo. Bebió otra jarra de café y se acurrucó bajo la manta que tenía en su despacho, mientras esperaba a que acabara la canción que sonaba en la radio. Habló luego a través del micrófono y dio paso a la siguiente, como si nada hubiera cambiado en el ambiente, o entre nosotros.
En el puesto noventa y ocho, tenemos a…
Rosa se tapó los oídos con las manos. “¿Tanto les costará estarse callados y dejarme leer en paz?”. A sus amigos no les fue ajeno el gesto de la chica, y como represalia, subieron aún más el volumen de la radio.
A falta de más datos sobre la identidad del Tercer Oso, estaba claro que sólo Geppetto podía ayudarme a ayudar a Pushkin…, así que le envié una carta a la dirección de su juguetería. En ella le contaba que, por casualidad, había encontrado a otro de los protagonistas de su espectáculo de marionetas, y que incluso después de muchos años éste seguía necesitando apoyo para superar el trauma causado por Ricitos. “Creo haberte ayudado a darle un final más alegre a tu historia, y ahora debo pedirte que hagas lo mismo por el pobre Pushkin. Muchas gracias de antemano, porque sólo puedo recompensarte con una promesa: aún no he conseguido convertirme en Hada, pero espero poder ayudarte a cumplir tu sueño cuando el mío se haya hecho realidad”.
No obtuve ninguna respuesta a mi misiva. Ahora que los niños vivían en el bar, no tenía sentido llevarlos de paseo al Gran Parque, así que tampoco fuimos a visitarle a su teatro ambulante. A Hansel y Gretel no les habría apetecido ir en cualquier caso, porque tal y como nos habían advertido a la Cenicero y a mí, se sentían como títeres en ese enorme escenario que era El Caldero de Oro, ¡y sus recriminaciones eran constantes!
“No podemos salir de la habitación de noche, incluso si nos estamos haciendo pis encima”, “Es imposible dormir con tanto ruido”, “Rubí se come las cosas que dejamos en la nevera”, “El Tabernero llora cada vez que nos escucha pasar cerca de la puerta de su despacho”, “Hemos preguntado en el Colegio, y dicen que el autobús no puede venir en ruta porque la Travesía del Arcoíris no figura en ningún mapa”. Lo peor de todo vino, sin embargo, cuando se les pasó el enamoramiento por Esmeralda y su corte de animales callejeros; y es que el Hada se obsesionó con poner a los mellizos a régimen, persiguiendo con ahínco cualquier desviación de su "dieta balanceada y rica en fibra", que en realidad consistía en una tortura a base de ensaladas, yogures y barritas de arroz integral.
“¡Queremos irnos de aquí!”, repetía Hansel sin cesar; “Y ver a nuestra madre en el hospital”, añadía Gretel, aunque a su hermano seguía sin gustarle la idea. De todas las peticiones y quejas de los niños, esa era la única que yo podía atender, y sólo a medias: no era conveniente que fuesen a verla sin conocer antes en qué estado se encontraba, pero sí podía acercarme y traerles noticias sobre su salud.
Así pues, pasado el segundo mes tras la mudanza, me tomé mi primer día libre para ir a ver a la madre de los mellizos a la Clínica Perrault, ubicada en las afueras de la Capital. Aproveché la mañana en mi estudio, arreglándome frente al espejo colgado en la única pared no abuhardillada; quería estar presentable para Bella, porque sería la primera vez que me vería sin estar somnolienta y legañosa.
–En el puesto número noventa y siete…
Quizás fue a causa de un exceso de tiempo libre, pero allí, ante mi reflejo, comencé a darme cuenta de las pequeñas sustituciones que hacemos día a día sin darnos cuenta. La primera y más evidente era la de mi imagen: un pelo lacio, largo y rubio había borrado casi por completo el recuerdo de aquel chico de pelo azul que viajó de la Campiña a la Capital para cumplir su sueño. Poco a poco comenzaba a convertirme en el Hada que quería ser, pasando de llevar traje a lucir vestido, de calzar zapatillas a ponerme tacones (talla 44) y de pensar en mí como gusano, a sentirme una mariposa en potencia.
Aún así, todavía me quedaba un largo camino por recorrer: con todo lo que había ahorrado en dos meses, apenas habría avanzado en mi estadio larval. ¡Cuánto iba a tener que trabajar para comprarme el vestido de gala!, me lamentaba. “Menuda ironía: el día en que finalmente me transforme en Hada y obtenga algún poder mágico, mi sueño ya se habrá cumplido... ¡y no gracias a la magia, sino a un grandísimo esfuerzo de mi parte y a la ayuda inestimable de los demás!”.
“Bueno, al menos podré recompensar a mis amigos y cumplir sus deseos”, pensé. “Quizás por eso dicen que las Hadas no pueden utilizar su poder en beneficio propio; no es por impotencia, sino porque ¿qué más podrían desear? Lo único que les queda cuando ya les ha embargado la magia es cantar, bailar y hacer felices a otros”. Entonces me di cuenta de la segunda sustitución que estaba operando en mí: quizás aún no pudiese obrar milagros, pero estaba desviviéndome en ayudar. Me sentí de pronto como en una suerte de entrenamiento para mi vida futura, iniciado cuando vi a aquella Hada de cabellos azules darle vida al niño-marioneta. Parecía como si el Titiritero hubiera movido los hilos adormecidos de mi voluntad. ¡Quién lo habría dicho, siendo él una persona tan apática!
Y es que Geppetto también era un experto en sustituciones, pues había canjeado su sueño de ser padre por el de fabricar juguetes, dirigir un teatro ambulante, y contarle a otros niños esa bonita fantasía en la que un hombre solitario recibía la bendición de un Hada, además del regalo de un hijo de madera. ¡Qué rebuscado, y qué hermosa rendición! Tanto como la de Pushkin, que había sustituido su casa en ruinas por un bar cochambroso, y su deseo de aventuras por un programa de radio en el que contaba antiguas batallitas, mientras compartía con ellos su música favorita y viajaba a lugares remotos con su imaginación.
Pero nadie podría ganarle a la Cenicero: de entre todos, ella era la que más sustituciones requería para subsanar los desaciertos de su vida. Atrás quedaron el padre agresivo, la malvada madrastra y las hermanastras de su misma calaña, como recuerdos podridos y olvidados bajo el limo: Aquél gigantesco vacío de afecto era ahora un pantano inmenso donde sólo nadaba su Sapito.
–Ahora, en el puesto noventa y seis…
Las Hadas eran, en comparación, mucho más afortunadas, ya que pocas cosas necesitaban sustituir mientras se tuvieran la una a la otra…, aunque Esmeralda había visto en Hansel y Gretel la oportunidad perfecta para suplir la malagradecida fauna callejera que solía recoger. ¡Al menos los niños no la morderían (o eso pensaba ella, sin caer en cuenta de los peligros que entrañaba el mantenerlos apartados de los dulces)!
Ahora que lo pienso, los mellizos parecían ser los únicos plenamente conscientes de esta capacidad innata del ser humano para sustituir lo dañado o rellenar los huecos de la vida diaria, y quizás por eso se negaban a caer en aquel juego. Ninguno de ellos buscó en las Hadas, en la Cenicero o incluso en mí una sustituta para Bella; ambos añoraban a su madre con locura –aunque cada cual a su manera–, y sólo se permitían taponar su ausencia con las chocolatinas que comían a escondidas de vez en cuando.
Yo sí conseguí sustituir a mis Padres, casi sin darme cuenta y por muy mal que quede al decirlo. No es que ahora tuviese una nueva figura materna o paterna, sino que me había convertido en una para los demás. En El Caldero de Oro, rodeada de mis nuevas amistades, me sentía a la vez el Padre y la Madre de todos ellos. Quizás fuese mi vocación de Hada queriendo manifestarse, al emplear a fondo mis escasos talentos y recursos en beneficio de otras personas..
Y aquella era, sin duda, la más grande de todas las sustituciones: me desvivía en hacer felices a los demás, porque cada vez veía más difícil el que yo pudiera llegar serlo. ¿Cuánto más tendría que trabajar para comprarme un vestido? ¡Ni hablar de las alas de mariposa, para las que ni siquiera tenía presupuesto! Y cuando finalmente me convirtiese en un Hada, ¿entonces qué? ¿Sería instantáneamente feliz? Quizás sí, pero en el camino habría sacrificado mucho, incluyendo la cercanía de mi Madre, el afecto de mi Padre y hasta mi propia identidad. ¿Podría ser feliz tras cumplir un sueño que me hubiera costado tanto?
Rosa se tomó un tiempo para reflexionar en sus propias sustituciones y no pudo evitar pensar en Gato. A pesar de los múltiples e importantísimos papeles que desempeñaba en su vida, la chica jamás había querido darle un nombre al felino para sentirse menos apegada a él. Pensaba que así le dolería menos el día en que se fuera de paseo y ya no volviera más, ¡como no tendría ningún nombre por el cual llamarlo!
No lo había visto así hasta entonces. Antes, habría dicho que la razón de que el gato fuera Gato, a secas, era para salvar una de las normas del Manual en la que se decía que estaba prohibido tener animales en la Residencia, y que el dueño de una mascota hallada en cualquiera de sus instalaciones sería gravemente sancionado. Como Rosa no le había dado nombre al felino, y en realidad le permitía entrar y salir de la habitación a su antojo, no podía decirse que fuera su dueña; lo que tenían era un pacto de convivencia del que la chica se sentía muy orgullosa, aún sabiendo que aquello no era más que un bosquejo del cariño y la amistad que podría haber recibido de una familia normal.
Ella era otro animalito sin dueño, pero uno que se había dado nombre a sí mismo. “Rosa” fue la primera palabra que dijo en su vida mientras Klaus la llevaba en brazos; cada letra de su nombre había salido primero de sus labios y luego del de los demás. Corrigiendo lo anterior, podría decirse que Rosa era dueña de sí misma, pues no le debía nada a nadie (ni siquiera un nombre) y podía darse el lujo de sustituir lo que le diese la gana, o de rellenar los huecos con forma de diente de la manera en que se le antojase. Y allí entraba en juego Azul: él obraría sobre ella otra de sus buenas acciones de Hada, pues completaría todas las piezas que faltaban; le diría su signo y profesión, y luego desaparecería por completo de su vida redirigida con la brújula de la Astrología. La rosa de los vientos le indicará el camino, y ella lo seguiría sin titubear.

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