Capítulo XXIV (primera parte)


Aurora salió de la pastelería junto a Rosa al cabo de un rato, cargando entre ambas la enorme tarta para celebrar el último espectáculo de Zafiro. Sobre la Repostera –que se había vestido y arreglado como si también estuviera invitada a la fiesta– aún quedan cosas por contar: desde lo que pensaba en ese momento, mientras le embargaba la emoción de un posible reencuentro, hasta su trascendente secreto…, pero retrocedamos en el tiempo y remontemos primero unas horas, antes de que Rosa se presentara en su tienda para cumplir la promesa de llevarla a El Caldero de Oro; previo a que la chica llamase a Astreo, de que le enseñase la cruel foto a la Cenicero, e incluso de que se despidiera de sus compañeros para ir a dar un inocente paseo. Antes de que Aurora fuera a Rapunzel’s a engalanarse para ver a su hijo, Azul se miraba en el espejo de su camerino, y al menos en apariencia nada le perturbaba el ánimo.
Al contrario que su Madre, el chico-Hada no quería arreglarse tan pronto para el espectáculo; le apetecía alargar todo lo posible la contemplación de su imagen y despedirse de ella: decirle adiós a sus cabellos azules, a sus profundas orejas y al resto de aquel cuerpo que había sido una cárcel durante veintidós años.
Se puso la mano en pecho y comprobó que el corazón le latía deprisa. Muy pronto sería libre, y jamás había sentido tanto miedo. Si aquello que palpitaba rabiosamente no hubiera sido un corazón, sino un pájaro agitándose en su jaula ante la amenaza de salir por fin de ella, nadie se habría atrevido a soltarlo ni a abrir siquiera la puerta; más por miedo a su aleteo de colibrí furioso, que por respeto a lo que se dice sobre las aves en cautividad: que no sobreviven mucho tiempo cuando dejan de estarlo.
Ahora que la tenía tan cerca, Azul temía a su libertad incluso más que a la propia operación, de la que desconocía cualquier otro detalle aparte de su extrema peligrosidad. Ciertamente, se había sentido como un manojo de nervios cuando su Padre le obligó a cortar aquellos leños con un hacha. También tembló durante los seis meses en los que desapareció con su Madre para irse a la Capital; cuando le robaron las maletas, al ayudar a escapar de la Guardia Real a las dos Hadas y cada vez que veía los hermosos ojos de Sapito… Pero el miedo nunca había sido tan intenso como ahora, de eso estaba segura.
Sin embargo, su temor no se parecía al pánico que Pushkin le guardaba a los niños, al fuego y muy especialmente a la combinación de ambos. No era un terror paralizante, sino una angustia que obligaba a seguir adelante, a salir de la jaula y volar. Azul podía considerarse afortunada incluso en ese sentido; el susto la impulsó a lanzarse al vacío en muchas ocasiones y con el miedo remontó el vuelo, como si éste fuera un motor silencioso dentro de ella con otro par de pilas doble A. A fin de cuentas, nada habría sido peor que no intentarlo siquiera. ¿Qué podía ser más terrible que vivir toda la vida encarcelada?
Gracias al miedo a ese encierro y a los meses de arduo trabajo, ahora todo estaba listo y preparado; había planchado cien veces el vestido de gala, peinado la peluca y abrillantado los tacones que pensaba estrenar con papel periódico y líquido limpiacristales. También preparó una maleta con aquello que se llevaría al hospital; metió el dinero en pequeñas bolsas (ordenadas según el valor de cada moneda) y escribió una carta para su Madre, así como instrucciones para que Pushkin se la hiciese llegar en caso de que algo saliera mal a la mañana siguiente, durante la intervención. No fue lo único que escribió ante la inminencia de ser operada, si tenemos en cuenta que hacía unas semanas había llevado a cabo una gamberrada didáctica con la imprenta del Tabernero, varios libros de Astrología escritos por su Padre, y el deseo no confesado de ser recordada por esas memorias en las que se le veía tan simpática, luchadora y sensata.
Ahora sólo restaba prepararse para el último gran concierto y ver, quizás por última vez, a su querido Sapito (en otro encuentro de los que tanto se avergonzaba, y de los que no contaba nada en El Blues del Hada Azul). El chico le había explicado la noche anterior que tendría un importante evento familiar y no podría asistir al concierto, así que era imperativo que se vieran antes del mismo.
Azul no sabía qué hacer al respecto. Seguramente se presentaría en su camerino en cualquier minuto, y quizás la salida más fácil sería que le esperase así, desnuda; aquello le ahorraría muchas explicaciones (mas no disgustos), aunque también sería la forma más dolorosa de acabar con la ilusión que ambos compartían en secreto. Si Azul hubiera sido capaz de sincerarse consigo incluso más que cuando escribió sus memorias, habría aceptado su deseo de ver a Sapito lanzarse a sus brazos y decirle “¡Cuánto te amo, Zafiro mío!”. Pero aquello parecía altamente improbable…, y aún si no lo fuera, ¿qué sería entonces de su mejor amiga, la Cenicero? ¿Cómo explicarle luego lo sucedido?
–¡Azul, tienes una llamada!
Pushkin abrió la puerta del camerino y el chico-Hada dio un respingo. Buscó una manta para cubrirse ante su impertinente jefe, que aún no se acostumbraba a llamar a la puerta porque para él seguían siendo, simplemente, las de su propia casa.
–¡Menudo susto me has dado! –chilló Azul disgustada.
–¿Cómo se te ocurre estar desnuda todavía? Da igual que te tapes ante mí, no es la primera cola que veo, ¡aunque sí será la última vez que vea la tuya! Te llama la Cenicero por teléfono; ponte algo encima y ve a hablar con ella en mi despacho.
Azul se vistió a toda prisa con un conjunto ajado que no metió en la maleta; salió del camerino y se topó con Rubí y Esmeralda, maquilladas desde hacía horas.
–¡Azul, estás sin arreglar! ¡Y sólo faltan trescientos sesenta y tres minutos para el espectáculo! –le regañó Rubí, y se interpuso entre ella y la puerta del despacho.
–Precisamente por eso… ¿No os parece que exageráis un poco?
–Vamos, Rubí, arrastrémosla al camerino. Y si se niega a vestirse, la obligaremos. ¡La maquillaremos a la fuerza, si es preciso! –dijo Esmeralda, que siempre parecía tener más carácter mientras más crítica era la situación.
–¡Ahora voy! Pero dejadme un minuto, que tengo una llamada…
Azul le pidió a Pushkin algo de privacidad, rebuscó en su caótico escritorio y finalmente encontró el auricular del teléfono; mientras tanto, el oso salió a disfrutar de un paseo diurno por la zona de la barra y de las mesas: todo un lujo que podía permitirse ahora que ya no había niños viviendo en su taberna.
–¿Ceni? –La voz de Azul sonó frágil y temerosa.
¡Azulão! ¿Cómo estás? ¿Muchos nervios en tu gran día?
–¡Ni te lo imaginas! –dijo a su amiga, sin atreverse a explicarle que hablar con ella era precisamente lo que más angustia le daba. “¿Ha descubierto lo mío con Sapito? ¿Le confesó él nuestra traición? ¿Habrá roto con ella?”… Desde hacía unas semanas, Azul se hacía estas preguntas cada vez que escuchaba la voz de la Cenicero y no paraba de mortificarse. El romance secreto con Sapito le estaba saliendo carísimo.
Perdóname si interrumpo tus preparativos, pero tenía que pedirte un favor; ¿por casualidad tendrás algún vestido que puedas prestarme para esta noche?
Sí que tenía; no pensaba llevarse todos a la Clínica, y aunque fueran de mercadillo –excepto el de Bella McCartney, por supuesto–, también eran lo suficientemente bonitos y elegantes como para que la Camarera pareciese otra después de ponérselos. Además, en caso de no haber tenido ninguno disponible, en El Caldero de Oro vivían otras dos Hadas; ¡otra cosa quizás no, pero allí la ropa abundaba! Azul podría haber intercedido ante Rubí, cuya talla le estaría a la Ceni mejor que la suya, para que le prestase uno de los cientos de trajes que rebosaban de su guardarropa.
–No, lo siento, no tengo ninguno –fue la sorprendente respuesta de Azul.
Vaya, ¿estás segura? Es que entonces tendré que dejar a los niños con Geppetto e ir de compras antes de que cierren las tiendas…
–¡Pues hazlo, tienes tiempo suficiente!
A Azul le molestaba el desorden y la constante improvisación a la que le sometía su amiga. Jamás se lo había dicho, pero le sacaba de quicio el estar siempre sujeta a cambios de última hora, suplencias en el trabajo y desagradables sorpresas. Pero lo que más le enfadaba era que la incordiase faltando tan poco tiempo para el show y la operación. Cuando se suponía que todo tenía que estar perfectamente dispuesto, venía ella con la primera emergencia de la velada; una que podría haberse evitado con un mínimo de previsión de su parte.
Bueno, gracias de todas formas. ¡¿Oye, y zapatos?! ¿Te sobra algún par?
–Los que uso son cinco tallas más grandes, Ceni…
¿Y no podrías preguntarle a Rubí si…?
–La última vez que hice de intermediaria salí muy mal parada. Te recuerdo que aún está esperando a que tu prima Dorothy devuelva las zapatillas que le prestó.
¡Se las he pedido, Azulito! No te miento, lo hago cada vez que hablo con ella: “¿Dónde están las zapatillas de Rubí?”, “¡Mira, que me van a echar la bronca, Dorothy!”. Y así, hasta que la última vez me colgó, llamándome bruja.
–Da igual, ¿sabes? Prestarte cualquier cosa es darla por perdida; además, estoy muy ocupada ahora. Intenta resolver el problema por ti misma.
Y dicho esto, Azul fue esta vez quien le colgó a la Cenicero. “¡Menuda Hada madrina estoy hecha!”, pensó tan pronto lo hizo, y se vio tentada a volver a llamarla…, pero seguía existiendo una barrera invisible entre ella y la Ceni, levantada el mismo día en que Sapito le declaró su amor. Azul sabía que su amistad corría peligro, y aún así no se sentía capaz de acometer el esfuerzo que requería arreglar las cosas y rechazar un amor casi sincero. Lo único que deseaba ahora era cantar ante su público por última vez antes de la operación…, o caer en los brazos de su amante hasta que pasara el trance.
–Azul, Sapito ha venido a verte –dijo Pushkin, entrando de nuevo sin avisar.
–¡¿Qué?! ¿Y le has dejado pasar?
–Esmeralda dice que se coló en tu camerino con un ramo de flores –Por el tono de voz del Tabernero, no parecía evidente que ninguno sospechara de sus intenciones.
–Te he dicho mil veces que la chica de pelo rosa rompió la cerradura hace una semana, ¿no piensas arreglarla nunca? Sapito no puede verme así, él sólo me conoce como Hada.
–Con razón dice Rubí que se extrañó al ver tu peluca…
–¡Sácalo de mi camerino y distráelo! Yo saldré a la calle por la puerta trasera del despacho y entraré allí para vestirme. Sírvele una copa, o dos, tres, ¡cuatro mejor!
Azul echó a Pushkin a empujones, cerró la puerta desde la que se veía la barra y buena parte del bar, y se escabulló por la salida que daba a la Travesía…, pero justo entonces entró otra llamada. Casi siempre eran oyentes de la radio de Pushkin –que elogiaban y se quejaban alternativamente de la programación–; si la dejaba repicar más veces, el Tabernero se olvidaría de entretener a Sapito y éste la acabaría encontrando allí sin alas, peluca ni traje de gala, ¡sin nada que le hiciera parecer un Hada!
–¿Sí, quién es? –dijo con brusquedad al levantar el auricular.
¿Azul? Soy Geppetto. ¿Cómo te preparas para la gran noche? ¿Qué tal estás?
–Algo ocupada en estos momentos, a decir verdad…
Sí… Oye, lamento molestarte, pero te llamo por algo muy importante.
–A ver, dime, ¡sólo espero que sea rápido!
Bueno, en realidad son dos cosas importantes.
–Entonces tendrás que hablar el doble de rápido.
De acuerdo, escucha; hemos recibido dos cartas hoy: la primera la enviaba la Clínica Perrault y estaba dirigida a Hansel y Gretel. En ella dicen que su madre ya está recuperada y que le darán el alta hoy, en un par de horas…
–¡¿Por qué avisan con tan poca antelación?!
Verás, la notificación fue enviada el lunes, pero ya sabes cómo funciona el correo ordinario… El caso es que los del hospital recomiendan que alguien vaya a recogerla porque su estado de salud es delicado. Quizás no sea buena idea ir con los mellizos, y la Cenicero salió a comprarse un vestido justo antes de que yo abriera la carta.
–No tienes con quién dejarlos mientras vas a la Clínica, ¿es eso? Imposible, no puedo ir hasta tu casa para cuidar allí a los niños, ¡no tengo tiempo! Tampoco puedes traerlos al bar porque aquí estorbarían y obligarían a Pushkin a encerrarse.
Bueno, Bella saldrá en menos de dos horas, y tu espectáculo no comienza hasta las doce de la noche… Quizás podrías ir tú a buscarla.
–¿Acaso no te das cuenta de lo que me pides? ¿Por qué no vas tú a por ella?
¡Porque no la conozco, ni ella a mí!
Azul se llevó una mano a la frente, desesperada. ¿Acaso el Mundo entero había confabulado para fastidiarle uno de los días más importantes de su vida?
Viendo cómo te has puesto, casi mejor ni te digo lo que dice la segunda carta…
–Perdona Geppetto, no quería reaccionar así, pero estoy bajo mucha presión. ¿De qué se trata? ¿Es también del hospital?
No, ésta es de la Agencia Internacional de Adopciones…
–¿Son buenas noticias? ¡Por favor, dime que lo son!
¡Sí, desde luego!
–¡Menos mal!
En ella dicen que mi solicitud de adopción ha sido aceptada a través de un procedimiento extraordinario y que las fechas se han acortado; de los cinco años dichos inicialmente, a sólo cinco meses para completarlo todo.
–¡No me lo puedo creer!
¡Ni yo, pero es verdad! Al parecer han encontrado a un niño en Evenkia que necesita un padre adoptivo con urgencia. Sobrevivió a una tragedia que lo dejó huérfano a él y a otros muchos menores. Si vieras la foto suya que me han enviado con la carta… No, mejor no te la enseño; te destrozaría.
Ninguno de los dos lo sabía, pero Rosa se había divertido horrores mientras redactaba ambas cartas, y muy especialmente con la de la supuesta adopción. Imprimió la foto del niño más triste que encontró en Internet, para utilizarlo de marioneta en esta treta con la que también pensaba vengarse de uno de sus padres osos.
Pero ahora viene la parte que no te va a gustar, Azul; en la carta me dicen que debo viajar hoy mismo a Evenkia y hacer allí un depósito de casi seis mil monedas de oro para garantizar la manutención del chico hasta que acabe todo el proceso.
–¿Y de dónde piensas sacar esa suma en tan poco tiempo?
Geppetto hizo silencio al otro lado de la línea.
–Espera, ¿no pretenderás que te dé parte del dinero de la operación, o sí?
No se me ocurriría pedírtelo…, pero tampoco sé a quién más recurrir.
–Geppetto, me parece terriblemente injusto lo que estás haciendo.
El Titiritero no dijo nada, pero pensó que precisamente gracias a su idea de la línea de muñecas de las Tres Hadas, Azul había conseguido reunir doce mil monedas de oro para la operación en tiempo récord. Y si calló, fue porque ni siquiera él mismo estaba seguro de si su petición era justa o no, dadas las circunstancias.
–Me duele tener que decirte esto, pero no puedes interponer tu sueño al mío, ni pedirme que cancele la operación cuando sólo faltan unas horas…
No he llegado siquiera a eso, Azul. Lamento haberte fastidiado. Y sobre Bella, descuida, ya iré yo a recogerla; los mellizos sabrán cuidarse solos. En fin, gracias por escucharme. Mucha suerte esta noche y también mañana, durante la operación.
Geppetto colgó y llamó inmediatamente a Aurora’s Bakery para anular el pedido de la tarta; sin embargo, la Pastelera le explicó con insistencia que ya estaba acabada, y que no se preocupara si el problema era el dinero o que nadie pudiera pasar a buscarla: ella se la entregaría en persona a la destinataria, e incluso la felicitaría de su parte.
Azul también hizo una llamada; precisamente a Geppetto, a quien quería expresarle otra vez su enfado por la comprometida situación a la que estaba forzándola…, y si se daba la oportunidad, para pedirle disculpas y decirle que al menos iría a recoger a Bella al hospital. Pero no tuvo suerte: la línea comunicaba, y luego repicó sin que nadie contestara. Muy pronto se descubrió a sí misma dando vueltas en círculo en el despacho de Pushkin y mordiéndose las uñas con avidez.
“¡¿Cómo es posible que todo esté saliendo tan mal?! En cuestión de minutos, las tres personas que más me han ayudado en mi preparación como Hada han sufrido sendas crisis. Y por si fuera poco, tengo a Sapito ahí dentro, esperándome en la barra…”.

–Sírveme lo más fuerte que tengas –le dijo el Príncipe disfrazado a Pushkin, mientras se sentaba no en su trono, sino en un modesto taburete de bar.
–Ahora no estoy de servicio; tengo un programa de radio en el aire, y si no fuera porque Zafiro está al teléfono en mi despacho, allí es donde me encontrarías.
–Venga, jefe, no seas así; ¿qué te cuesta servirle una copa al chico. ¿No ves que está muy estresado? –dijo Rubí con tono zalamero.
–¡He dicho que no! Además, ¿no eres demasiado joven para beber? –Pushkin tembló ante la idea de que Sapito fuera menor de edad, pero consiguió disimular su espanto.
–Sólo soy corto de estatura. Anda, sírveme algo bien cargado. Te pagaré bien.
–¿Lo ves, jefe? ¿Acaso un niño se atrevería a hablarte así?
El Tabernero rompió el asa de una jarra cuando escuchó la terrible palabra, y le sirvió una copa al muchacho sin rechistar. Las dos Hadas, por su parte, no querían apartarse de aquel chico tan guapo y callado y también pidieron algo de beber. Así tendrían una excusa para acompañarle hasta que apareciera Zafiro.
–La Ceni es muy afortunada… Ahora que te veo mejor iluminado y sin esa horrenda capucha, me doy cuenta de lo atractivo que eres –Rubí empleó una voz melosa y seductora.
–¿Te gusta su color? Yo también tengo una caperuza muy verde en mi habitación; si quieres puedo probármela para ti, ¡sin nada debajo! –Esmeralda se rió de su travesura, como tentándole a que le diese unos azotes.
Iván sorbió un buen trago de su copa, y por unos instantes pensó que si Zafiro volvía a negarse, tendría que emplearse a fondo con esas dos Hadas para seducirlas antes de la media noche y ganar así la apuesta. “Aunque visto lo visto, no resultaría difícil llevarme a las dos a la cama. ¡Y con eso sumaría 10 puntos!”.
–Hablando de caperuzas: hace tiempo que no salís a repartir panfletos… –dijo Pushkin sin medir sus palabras, tras asumir que Sapito debía estar al tanto de todas actividades extracurriculares que se desarrollaban en El Caldero de Oro. Incluso era posible que simpatizara con la causa antimonárquica.
–¡¿Cómo te atreves a llamarte nuestro Representante y pedirnos que salgamos a la calle a repartir propaganda?! –dijo Rubí meneando la cabeza.
–¡Con el trabajo que nos ha costado preparar estos últimos conciertos! Además, la huelga parece estar teniendo éxito sin necesidad de más publicidad, y los Ilegales ya comienzan a reclamar ellos mismos sus derechos. ¡Con decirte que la chica que me depilaba en Rapunzel’s lleva casi un mes sin ir a trabajar!
“Por el Supremo Autor, ¿dónde me he metido?” pensó Iván antes de pedirle a Pushkin otra copa, pero esta vez doble y sin hielo.

Comentarios

Emily_Stratos ha dicho que…
La indignación crece conmigo ¬¬
Debo recordar que es un libro :S jaja
Galileo Campanella ha dicho que…
Creo que escribí este capítulo estando indignado, y el texto transpira ahora mi estado de ánimo...
Teresa Cos ha dicho que…
Que libro tan bueno!!!
Así llega y mueve las fibras de cada uno....
Galileo Campanella ha dicho que…
¡Muchas gracias!